sábado, 28 de abril de 2012

Noche en el homestay (2ª parte)


Bueno, pues entramos en la casa de los señores con los que íbamos a convivir esa noche.

Nuestro guía nos presentó al dueño de la casa, que no hablaba ni una palabra que no fuese vietnamita, pero que con su amplia sonrisa y buena voluntad, nos invitaba a todos a sentirnos como si estuviésemos en casa.

La casa era totalmente normal, parecida a las de alrededor, nada de cosas especialmente acondicionadas para el turismo.

Un amplio patio cubierto, con una gran mesa para que nos sentásemos todos alrededor, junto a un billar, cuyo viejo tapete tenía tantos agujeros y baches como los senderos por los que habíamos llegado hasta aquí.

Dentro, la casa tenía unas tres o cuatro amplias habitaciones, sin lujos y casi sin muebles.
La cocina, en la habitación central, consistía en una amplia chimenea esquinera a ras de suelo, donde a leña, se preparaba la comida.

Sobre una de las habitaciones, había una enorme tronja de oscura madera tratada, donde nosotros dormiríamos, pero no había camas, lo haríamos en el suelo, al lado los unos de los otros, sobre unas mantas protegidas con unos mosquiteros.

Nosotros dos, culos inquietos, desde que pudimos, después de las presentaciones, nos fuimos a dar un paseo para inspeccionar el lugar.


Todo, absolutamente todo aquí, emanaba paz y sosiego.



Animales domésticos sueltos por todas partes, gallinas, patos, cochinillos, bueyes...niños que regresaban a casa hablando y jugueteando, que cuando se cruzaban con nosotros, tímidos, bajaban la cabeza y aligeraban el paso, no así las mujeres, que eternamente cargadas con sus cestas a la espalda, aprovechaban el más minino cruce de miradas para saludarte efusivamente y preguntarte acto seguido si les comprarías algo. Con decirles que no, seguían igual de sonrientes y se despedían riendo y murmurando entre ellas.


Un verdadero placer estar allí, como si todos los problemas y el estress cotidiano que arrastramos todos los occidentales no existieran más porque nosotros así lo hubiésemos elegido. Nadie se hubiese imaginado vivir de esa manera, sin haber visto con sus ojos que efectivamente, es posible, ellos lo hacen, y parecen ser felices.


Las estampas de la "belleza relativa" como la llamamos Mari y yo, pues sabemos que ver trabajar el campo a esas personas, seguramente nos les resulte tan bonitas a ellos como a nosotros, pero nos hacen preguntarnos cuáles serán sus verdaderas preocupaciones.
No podemos por más que quisiéramos, con ojos y mentalidad de turista occidental, saberlo, pues realmente dan la apariencia de no tenerlas.


La anécdota del paseo, fue que filmado con la cámara de vídeo el paisaje, una moto paró a nuestro lado, y un señor comenzó a hablarnos como si pudiésemos entenderlo.
Era nuestro anfitrión.
El pobrecito, como era imposible entendernos, con su aspecto humilde y gran sonrisa, se subió a su moto y se fue. Esta noche se lo compensaríamos...

Cuando nuestra ambición por disfrutar ese sentimiento "mágico" del estar ahí, estubo satisfecho, volvimos lentamente hacia la casa. Disfrutando de cada paso, de cada gallina con sus polluelos que huía de nuestra presencia, de cada columna de humo que oteábamos en el horizonte producto de las quemas que hacen los agricultores, de las plantas de arroz ya desposeídas de su grano...


En la casa, ya estaban preparando la cena, tanto las señoras de la casa, como sus hijos y algunos de sus amigos, que habían venido a ayudarlos. También colaboraban algunos de nuestro grupo, que con curiosidad, iban intentando hacerse entender para preguntar sobre cada cosa. Nos unimos de inmediato a la escena, que por más que la recordamos, no parecía ser real, parecía más bien sacada de algún programa de televisión.

Entre todos, preparamos la mesa del patio y allí cenamos los extranjeros.
Esa primera noche, producto del agotamiento que no dejaba a la cabeza actuar del todo bien con lo del idioma, no tuvimos demasiada conversación con nuestros compañeros, es posible, hasta que no cayésemos bien a alguno.

Me levanté de la mesa para ir al baño, y me encontré con que en una habitación dentro de la casa, el dueño de la casa, su familia y los amigos que habían venido para ayudarlos con sus huéspedes, estaban reunidos en una mesa cenando.
Desde que me vio aparecer, el señor, que hacia unas horas había intentado hablar con nosotros en el camino, me hizo aspavientos efusivamente para que me sentara junto a él a tomar un chupito de licor de arroz.


Nuestro amigo americano, ya hacía un ratito que andaba brindando con los chicos más jóvenes y tenía montado un pequeño alboroto en forma de sonoros brindis.

Los chicos me agasajaron en todo momento, es un poco chocante para los occidentales la manera tan ingenua de tocarse y pasarse las manos por encima que tienen. Sentados en las pequeñas banquetas, hacían que estuviésemos a la misma altura y te podían poner los brazos por encima de los hombros, para intentar tener conversaciones de borrachín, ya que nuestro "americanito", los tenía ya "medios piripis".


El hijo mayor del señor de la casa, me preguntó que de dónde éramos exactamente y me sacó un pequeño mapa. Yo le expliqué que aunque no estuviesen en su mapa, había unas pequeñas islas, que pertenecían a España, al lado de África, a la altura de Marruecos, que de allí éramos y vivíamos Mari y yo.


Él traducía a los demás miembros de la mesa mientras yo le explicaba, y todos quedaban impresionados con el descubrimiento de las Islas Canarias.

Mari, como vio que yo tardaba, vino en mi busca y me encontró sentado a la mesa, brindando en altavoz una y otra vez con los nuevos amigos, y su cara al soltarme su frase en tono burlón: - ¡Eres igual en todas partes del mundo que en casa! - fue adivinada por todos ellos, lo que provocó sus carcajadas, y lo festejamos sonoramente con otro brindis.

Decir, es una impresión nuestra, que a veces nos parece, por algunas escenas que hemos vivido en Asia, que nuestros amigos orientales, toleran un poco peor el alcohol que nosotros, pues enseguida se les nota.

El escándalo que estábamos montando, atrajo la atención de nuestros compañeros de caminata, que poco a poco se fueron uniendo a la fiesta que teníamos en la mesa.

 
Uno de los chicos, le pidió al hijo del señor de la casa, que me pidiese que les cantara una canción de mi tierra, y ante mi cara de incredulidad por tal petición, me lo tomé a cachondeo y les comencé a tararear el estribillo de la canción nacional más popular de su país, Vietnam-Ho Chi Minh, todos rieron a carcajadas.

El chico, borrachito como estaba, me explicaba que ésa era la canción nº 1 en Vietnam, pero que él quería dedicarme la canción nº1 en Sapa.

Se incorporó, y solemnemente todo el mundo guardó silencio (menos las danesas que llevaban todo el día burlándose de todo y de todos), y comenzó a cantar una lenta canción.
Al llegar al estribillo, todos sus compatriotas, alzaban la voz y lo acompañaban:

- ¡SÁAAPAAA, SÁAAPAAA! -


Se me pusieron los pelos de punta, cuando el ebrio muchacho terminó su canción, y me la dedicó con un abrazo, fue el momento de la noche.
Bueno, ese, y justo un segundo después, el momento en el que llamé la atención a las "danesitas", que no paraban con sus risitas:

- ¡Qué es lo que os pasa, a ver si respetáis un poquito no! -

Parece que les sentó "la nalgada", y pudimos continuar la fiesta un rato hasta que extenuados, nos retirarnos a dormir.

Desde ese momento ya les quedó claro que no solo les caíamos mal nosotros a ellas. Se habían ganado con todo merecimiento, la reciprocidad con sus acciones. Llevábamos toda la tarde ignorándolas, porque se comportaban como dos auténticas niñatas bobas. Se burlaban constantemente del americano, no paraban de reírse de mi fatal acento y de mi mal inglés, como ingenuamente creyeron en todo momento que Mari no las entendía (ya que ella las pilló desde el minuto uno y no les dirigió la palabra), se permitían bromas acerca de ella misma, o de la señora australiana...yo procuro no hablar del que no se lo merece, así que de dos veinteañeras que van así por el mundo, nada más que decir.

Nos fuimos a acostarnos de los primeros, ya que Mari estaba rendida.
Ella cayó fulminada como de costumbre al momento, y yo me senté a escribir en mi libretita acerca de las anécdotas del día.
Poco a poco los demás compañeros se fueron uniendo, hasta que la mujer del australiano, muy madraza ella decidió apagar la luz. Bueno, me interrumpió, pero guardé mis cosas y me recosté a dormir sin decir nada.

Aquí viene la anécdota con la que casi me gano la enemistad del matrimonio australiano, pero el señor, me demostró a la mañana siguiente, que no es nada rencoroso y buen tío.
La señora, que apagó la luz de manera unilateral, se acostó al lado de su marido (al lado nuestro), y se enfrascó en una conversación con él, de las de matrimonios en la cama.
Hablaban tan animadamente de sus cosas, que despertaron a Mari, (y eso tiene mérito).

Siguieron así por un rato, y no paraban. Los demás compañeros, carraspeaban, pero nadie se atrevía a decirles nada, quizá por el respeto de que eran los mayores.

Hasta que Mari se enfadó y por consiguiente me espoleó a mi, que tengo el maldito defecto de nunca callarme las cosas, y encima, no se porqué motivo, cuando me altero, hablo mejor inglés (eso, o me hago entender mejor):

- ¿Qué pasa aquí? ¿Me apagan la luz sin preguntar, no me dejan escribir y ahora no me dejan dormir porque no se callan? -

Un segundo de calma tensa, y un: - ¡Ok, nos callamos! - del señor. Y ni medio segundo después, todos comenzamos a oír unos ronquidos impresionates de él mismo...

- ¡Ños, el pobre estaba esperando que la doña se callara para dormirse! - exclamó Mari con la ironía burlona que la caracteriza, y yo no pude reprimir las risitas, de las que se contagiaron los demás por oír los espectaculares ronquidos del señor.


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