domingo, 19 de febrero de 2012

El mercado flotante de Can Rai. (6ª parte)


Después de tomar nuestro desayuno en la terraza-azotea del hotel, nos bajamos a la hora acordada ayer al hall, donde puntual, apareció el guía, al que seguimos caminando hasta el embarcadero, donde ya se encontraba nuestro bote atracado, listo para partir hacia los puntos que estaban marcados en el programa.


El número de personas en la excursión, había disminuido, solamente quedábamos nosotros dos, la pareja de checos, la sajona y el matrimonio chino, que hoy venían sin los niños.

El señor checo, se mostró muy parlanchín con nosotros, contándonos muchas anécdotas en idioma "spanglish", de cuando visitó Canarias.


Un poco más le costó la pareja inglés-australiana, pero al final del día ya eran como amigos de toda la vida. Los chinos, los pobrecitos, sonreían a todas mis bromas y comentarios.

Sonsacándoles información de lo que habían hecho anoche, nos confesaron lo que habíamos imaginado, que el dormir en un stayhome, no había sido la experiencia de su vida.
Demasiados turistas en una pequeña y cutre casa, y muy incómodos, al tener que dormir en el suelo.
Cuando les contamos lo de nuestro hotel, por sólo 20$ más en total, pusieron una cara de fastidio que no veas.


Muy temprano, después de contemplar durante un ratito, las escenas normales y cotidianas de las personas que viven del río Mekong, llegamos a la zona de Can Rai, donde se haya el famoso mercado flotante.

Fue toda una experiencia ver en acción a los comerciantes locales, regateando, discutiendo entre ellos, y comprando los productos a los minoristas, en pleno río, saltando de bote en bote, ya que aunque este mercado flotante es muy nombrado y famoso para el turismo, el movimiento que se puede observar en él, es absolutamente real y cotidiano, es su manera de vivir y entender las cosas.

Puede ser que llegáramos temprano, pero tuvimos la suerte de no tropezarnos con más botes de turistas, por lo que deambulamos despacio, sin agobios y relajados, contemplando aquel panorama, entre los barcos cargados de frutas, verduras y animales destinados a la venta, pasando totalmente desapercibidos a los ojos de los protagonistas de esta historia, excepto para unos cuantos vendedores mucho más modestos, que éstos sí que nos abordaron en sus pequeñas canoas motorizadas, para vendernos, refrescos, aguas, dulces típicos, frutas y hasta café caliente.


Fue bastante divertido regatear con las señoras de los botes.
Yo me agencié una especie de dulces con sabor a banana y arroz, con alguna sustancia de color rojo que no pude identificar dentro, envueltos en hojas de palmera.


Me comí uno, por aquello de experimentar lo nuevo y lo exótico, pero a Mari no le sedujo nada la idea, y le regaló el suyo al chico inglés, ya que él mostraba mucha curiosidad, preguntándome a cada rato que si yo estaba loco por atreverme a comer esas cosas y constantemente me interrogaba por a qué sabrían, pero cuando él le dio la primera mordida y le chorreó el viscoso líquido rojizo, la cara de asco que le provocó junto con una arcada fue un poema que nos sacó una sonrisa, y cuando pensó que no lo veíamos, lo arrojó con disimulo al río...


El señor checoslovaco también se mostró muy receptivo a probarlo todo, y consiguió varias piezas de fruta por un precio ridículo que repartió con todos nosotros.


Como una hora o así, estuvimos dando vueltas en nuestro bote, hasta que el barquero salió de aquella especie de laberinto de artefactos flotantes, y puso rumbo hacia otra de las paradas de la mañana.


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